
El patio de la casa con el pozo al fondo. Foto del archivo del autor.
Uno de los recuerdos más vivos que tengo de la niñez, y tienen muchos de los que rozan mi edad por la parte que les toca, es el color blanco que refulgía en las paredes de la casa en que morábamos. Mi casa, la casa de mis padres, como otras muchas de Palma del Río, lucía el color blanco impoluto que proporcionaba la cal. La mayoría de las paredes se blanqueaban, se encalaban, se enjalbegaban o jabelgaban, según como se denominase en cada territorio la costumbre de pintar de blanco con la cal. Generalmente esto se hacía una vez al año, pues ese color blanco se deterioraba, y era costumbre reponerlo en primavera, antes de que llegara el verano, o a principios de este, ya que el buen tiempo aseguraba su durabilidad y así nos preparábamos contra el calor, suavizando las temperaturas en el interior.

En mi casa se encargaba de blanquear mi madre, contando con la ayuda muchas veces de una hermana de mi padre, la tía Adelina, pues la casa era de grandes dimensiones. Cuando crecimos mi hermano Roberto y yo, más de unas vacaciones escolares de verano la iniciamos ayudando con el blanqueo, de las muchas paredes de la casa. Nos vestíamos con ropa vieja, tapándonos la cabeza, pues se desprendían muchas gotas y chorreones. También se cubrían con sábanas viejas los muebles y lámparas para no mancharlos, y después había que limpiar el suelo, como se ve a Roberto ayudando con la fregona en el patio de la casa, junto a la escalera, en presencia de mis padres.

Mi madre compraba la cal en una de las diferentes tiendas que se encargaban de su venta en aquellos tiempos en Palma (hoy desaparecidas), concretamente recuerdo una que había en la calle Nueva, entonces calle Écija, donde íbamos frecuentemente. Se compraba la cal viva, es decir la cal en terrones, que luego se apagaba mezclándolos con agua. Los terrones los recogían con unas cajas de madera para obtener el almud, que era la medida que se empleaba entonces para calcular la capacidad de diferentes áridos, y que hoy día está prácticamente en desuso. En casa teníamos en el corral una tinaja alargada donde se apagaba la cal, echando los bloques en agua, para obtener la pintura necesaria. Durante el apagado, el agua hervía a borbotones, por lo que mi madre siempre lo hacía alejándonos para no quemarnos, pues es una reacción que provocaba nuestra curiosidad.

Mi casa, cuya exacta antigüedad desconocíamos, aunque sabíamos que formó parte de otro edificio muy remoto dividido en varias viviendas no mucho tiempo atrás, tenía muros de tapial (mezcla de tierra, cal y piedras, como cantos rodados, apisonada en un encofrado de madera), reforzados posteriormente con ladrillo en algunas zonas, una técnica que desde la Edad Media se empleaba en Palma, como en muchas zonas del Mediterráneo, y estaban encalados, aunque en algunas paredes, si rascabas, aparecían diferentes colores antiguos que las singularizaron antaño. Las Murallas Almohades de nuestro recinto histórico, como atestiguan fotografías con algunos años ya donde se ven restos, también estaban blanqueadas para proteger sus lienzos y torreones. Los anchos muros de tierra que se empleaban antiguamente en la construcción proporcionaban frescor en verano y retenían el calor en invierno, sobre todo si se impermeabilizaba su superficie con cal. No obstante, como pasaba en nuestra casa, las humedades que se filtraban desde el terreno hacían que estas rezumaran al interior de las habitaciones, provocando rugosidades y no pocos desconchones, que desprendían incómodos caliches que había que eliminar, y reparar con nuevos blanqueos de las paredes. Mi calle, antiguamente conocida como Calle Carnicerías desde la Edad Media, hasta que la denominaron José de Mora en el siglo XIX, era perpendicular a la Calle Río Seco, y por lo tanto cercana al lecho del Genil, con abundantes mantos freáticos, como certifica el pozo del que nos surtíamos, y eso contribuía a las humedades.

La costumbre de blanquear las casas en Andalucía es relativamente reciente pues, tras la conquista castellana ganaron presencia los colores en las fachadas, frente a la costumbre musulmana de las fachadas blancas, aunque después el blanco de la cal se impuso por higiene, ya que previene las infecciones, por ser bactericida y antimoho, y por estética, y porque da frescura en verano, como bien sabían los que impusieron su cultura durante ocho siglos en la Península Ibérica. Una frescura que se complementaba con la que aportaban las macetas de colores en los patios, que contrastaban con el blanco de las paredes, aportando también belleza por las flores y la masa vegetal. En algunos sitios, como vemos en los famosos patios de Córdoba, o en La Mancha, los zócalos o recercados de puertas o ventanas se pintan de azul o añil con pintura o mezclando tintes de ese color con la cal. En Palma también existía esa costumbre, aunque con una paleta de color más amplia, como en el caso de las conocidas “casas amarillas”, las 72 casas que construyó en 1956 la Delegación Nacional de Sindicatos en Duque y Flores, por el uso de ese color para los zócalos, que sus moradores siguieron conservando bastante tiempo.

En otra fotografía de mi casa, bajo el colgadizo del corral (“el colgaíso” como lo llamábamos nosotros) se ven un cubo con las manchas de cal y las escobillas o brochas, hechas con palmito, la palmera enana tan abundante antaño en nuestras tierras, como las fabricadas en la llamada fábrica de vegetal (también conocida como fábrica de crin vegetal), que había en la calle Siete Revueltas, sustituyendo el emplazamiento de un molino aceitero del siglo XVIII, propiedad de la familia España, una de las industrias tradicionales de Palma del Río, que empleaban materias primas producidas y recolectadas en la zona, como lo era también el esparto, del que se hacían serones, persianas, esteras y otros productos entonces muy usados, y que elaboraban, por ejemplo, en la casa de Delfín Lopera que tenía en la calle Salvador. Esas brochas eran atadas frecuentemente en el extremo de una caña para llegar a sitios altos, aunque se usaran también escaleras.

Patio de Córdoba. Foto del autor.
El procedimiento de obtención de la cal desde las piedras calizas, abundantes en la zona, por ser rocas sedimentarias, formadas tras el retroceso del mar por la colmatación de materiales en la depresión del Guadalquivir, se ha descrito muchas veces. Los hornos, alimentados con madera, ramas o incluso carbón, en los lugares en que este combustible abundaba, donde se cocían las piedras calizas, a muy alta temperatura, y durante varios días, se llaman caleras o calerines. La roca caliza cocida adquiría el color blanco característico, y se conoce como cal viva. Todavía en algunos puntos de Andalucía se conserva la tradición de hacer cal con los hornos que importaron los musulmanes, aunque posteriormente las técnicas cambiaran.

En El Baldío, hay una calle con el nombre Los Calerines, en recuerdo de las caleras, los hornos donde se hacía la cal. La familia Jerez, la propietaria del cine de la calle José de Mora, tuvo un edificio conocido como El Calerín, en la calle Santo Domingo (hoy Madre Carmen) haciendo esquina con la Fuentecilla de los Frailes que adquirió hace unos años el ayuntamiento palmeño para ampliar la plaza con una zona ajardinada. En Palma, como en toda la comarca, la presencia de hornos para fabricar la cal ha sido frecuente, tanto por la abundancia de la materia prima, como por su uso. La fotografía es de una antigua calera, Los Chaparros, del vecino municipio de Hornachuelos.

Hoy día la pintura ha sustituido a la cal, lo mismo que las técnicas constructivas han cambiado con el uso de otros materiales conglomerantes, como el cemento (que también se obtiene empleando, entre otros materiales, piedras calizas), con enfoscado y enlucido con pinturas plásticas más resistentes y con menos mantenimiento. Pero la cal se sigue vendiendo como pasta, ya apagada, que se mezcla con agua para aplicarla. Incluso, se está poniendo de moda en determinados ámbitos como la decoración, por ser un producto ecológico, sencillo e higiénico. Donde sí podemos todavía encontrarla es en nuestras calles por la costumbre ancestral de blanquear los troncos de los naranjos agrios, porque evita que los animales ataquen los troncos y los adorna. Así, en la primavera en que nos encontramos, podemos disfrutar del olor a azahar cuando deambulamos por nuestros pueblos engalanados de naranjos repletos de flores y protegidos por este producto natural, que los embellece aún más si cabe, como hileras semejantes a un desfile de trajes de novias perfumadas, orgullosas y radiantes, y recordar cuando la mayoría de nuestras viviendas se renovaban para lucir ese blanco que hacía más luminoso nuestro entorno.
(Artículo publicado en la revista de la Feria de Mayo de 2024)



















































Cuando a fines de los setenta se funda la Asociación Cultural Vientos del Pueblo, ya en la primera de las reuniones a las que asistí se habló de crear un grupo teatral. Más de un intento vivimos entonces, aunque en las primeras escaramuzas nos limitásemos a ensayar, y más ensayar, a hacer expresión corporal, leer textos, y poco representar. Llegaron los de la comisión de teatro a poner en escena alguna versión de algunos textos de moda entre el mundillo del teatro aficionado o juvenil, o del ambiente “cristiano”, del que provenían muchos de ellos, como la conocida
Sí tuve un papel en otra obra, “La Jácara del avaro” de Max Aub, también como suplente, pues uno de los actores se tuvo que retirar una semana antes del estreno. Representamos en el Colegio Salesianos, en el marco de unas jornadas organizadas por la Peña Bética local. En el reparto estaban, entre otros, Pepe Lora (el avaro), Manolo Pérez (el criado Mil), Ramón López, Conchi Palma, Lola Guerra… Creo que dirigió Isabel Gómez (entonces profesora en el instituto de bachillerato), y yo interpreté a uno de los sobrinos que quiere quedarse con las riquezas del viejo. Como esto ocurrió cuando varios de los componentes éramos concejales en el ayuntamiento palmeño (Isabel fue candidata a la alcaldía por el PCA en 1983, y Ramón y yo éramos concejales del PSOE), al grupo lo llamábamos con humor “la corporación”. A pesar del poco tiempo para mi incorporación el resultado fue bueno y nos divertimos bastante.
Posteriormente, Ramón nos llamó a algunos de los mencionados para participar en otra experiencia. Le habían encargado el Taller de Teatro del Centro de Educación de Adultos Al-Sadif. Mari Carmen Cabrera y Pepa Martínez eran las responsables del Centro que impulsaron el proyecto, como recordó Ramón este año, cuando fueron homenajeadas en el seno de la Feria del Libro.
Cuando tocó montar una representación con los alumnos del centro, Ramón tiró una vez más de Pepe Lora, ya bien fajado en lides teatrales, y de mí, para echar una mano, además de algunos otros colaboradores ajenos. Se preparó el “Farsón de la Niña Araña”, una de las “Farsas Maravillosas” de Alfonso Zurro, de la compañía La Jácara de Sevilla. La obra se escenificó en el seno de las Jornadas de Teatro en la Escuela, en el patio de la Casa de la Cultura, siendo un rotundo éxito, y luego en un Teatro Coliseo, aún por terminar, tras la Feria de Teatro en el Sur, creo que del año 1997, en un epílogo fuera de programa, junto al grupo de teatro Pigmalión, del Colegio Salesianos, que dirige Mari Carmen Navarro, que representó su obra
Durante el periodo de actividad de Vientos del Pueblo, Ramón intentó poner en escena varias obras en las que participé: “La Farsa del Hombre que voló”, o “Arlequín, mancebo de botica”, por ejemplo. Muchas reuniones, lecturas de textos, ensayos en el salón de plenos del ayuntamiento, sin resultado en las tablas. Desde la Delegación municipal de Cultura también se intentó crear escuela, ya que el éxito de, primero, la Muestra de Teatro Andaluz, y la Feria de Teatro en el Sur, después, invitaba a que surgiese alguna compañía palmeña que llevase el arte de Talía y Melpómene por otras tierras. De ahí surgió el Taller de Teatro del que hablaba al principio, el que dirigió Paco Vizcaíno. Francisco Vizcaíno era un componente del Teatro Universitario de Córdoba. Era natural de Almansa (Albacete) y estudiaba en Córdoba. Lo vimos alguna vez en Palma, junto con el grupo teatral. Y se implicó encantado en el Taller. Con él aprendimos técnicas de expresión corporal, técnicas interpretativas, de dirección, de composición de escena, maquillaje, vestuario… todo lo relacionado con este arte. Guardo todavía los textos que nos facilitó para nuestra formación y los guiones de los ejercicios prácticos, basándose en buena parte en el llamado “Método” de Constantin Stanislavski, que se difundió a través del Actors Studio de Nueva York y que hiciese famoso Lee Strasberg. Yo estudiaba en Córdoba y dos veces en semana me venía con él en el tren a Palma para el taller y nos volvíamos juntos, entablando amistad. En el taller nos inscribimos numerosos participantes, tanto de Palma como algún foráneo.
Como final del taller estaba prevista la representación de una obra. Escogimos entre dos, “Cásina” de Plauto, en versión de Andrés Pociña y Aurora López, y “El reclinatorio”, de 




















