Los alacranes de Matalascañas, la noche del terror

Vuelvo a publicar una entrada de hace siete años donde contaba las aventuras de un viaje de vacaciones en los tiempos del instituto. Eso sí, con algunos cambios, entre otros, las fotografías de aquellos tiempos, que, por fin, aparecieron entre mis cosas, tras la mudanza (son las que tienen la marca de agua Celtibético). Esta es:

Un escorpión o alacrán (imagen de internet)

«Un esperado macroconcierto tuvo lugar semanas atrás en Chipiona (Cádiz), algo muy frecuente los veranos, donde la geografía española se puebla de este tipo de eventos dirigidos a los jóvenes en plenas vacaciones. Miguel, el hijo de Ana, y unos amigos se fueron cuatro o cinco días de acampada para presenciar las actuaciones y pasar varias jornadas de fiesta al aire libre. Algunos de sus primos y primas también asistieron con sus amistades. Y contaron que allí se iba «a sobrevivir», acampando cientos de personas, con pocos aseos y duchas, masificados, con la suciedad del campo, con calor extremo… Eso me hizo recordar otro ejercicio de supervivencia que viví, lógicamente, también de joven.

La playa de Matalascañas

Hace muchos, muchos años (como empiezan algunos cuentos) fuimos en el verano a pasar unos días a Matalascañas, una de las playas de Almonte, en Huelva. Todavía estábamos en el instituto y a Huelva se había trasladado nuestro compañero Juan Antonio Jerez (de donde era oriundo) con su familia, el hijo del director de entonces del Banco de Andalucía, que había empezado el BUP con nosotros. Quedamos para irnos mi hermano Roberto, José Ángel Carnicero, Federico Navarro y yo (creo recordar), y nos encontrarnos allí con Juan Antonio, su hermano, algún primo y otros amigos más, para hacer acampada. Entonces se podía hacer en la playa, pues no estaba tan urbanizada como ahora, aunque ya era destino favorito veraniego, sobre todo de los sevillanos, que se conocían de memoria su monumento más característico, la Torre de la Higuera, una torre que jalonaba la costa junto con otras, para proteger los barcos que venían de América en siglos pasados, y que se derrumbó con el terremoto de Lisboa del siglo XVIII, dándose la vuelta (lo que se ve son sus cimientos) y quedando como algo parecido a un tapón con el que todo el mundo hace la broma de que es el que permite que el mar no se vaya por el desagüe.

La Torre de La Higuera, de madrugada, desde la acampada

Nos fuimos en tren, de madrugada, cargados con nuestras mochilas y las tiendas de campaña, y en Huelva nos recogieron Juan Antonio y su padre. Primero visitamos la aldea de El Rocío (también perteneciente a Almonte), entrando a ver su famosa ermita, para más tarde desplazarnos a Matalascañas, comprando primero productos anti-mosquitos, pues en esa zona son abundantes y famosos por tamaño y ferocidad. Allí buscamos un espacio junto a algunas dunas y plantamos nuestro «campamento», como habían hecho otros «turistas». Íbamos con lo imprescindible, así que la estancia, en acampada libre, fue una verdadera «aventura de supervivencia en el desierto». Como no estábamos en el camping que hubo posteriormente (y en el que he estado alojado años después), no teníamos servicios de ningún tipo: las duchas eran las escasas de la playa, no había agua potable corriente, ni aseos, ni tampoco sombra. Pasar todo el día en la playa se hacía cada vez más penoso. Sin ducharte en agua dulce y con jabón. Sin apenas agua para beber, con solo alguna nevera para mantener frescas las bebidas. Comíamos a base de bocadillos o subiendo a los chiringuitos del pueblo (pocas veces, pues nuestro dinero era también escaso). Eso hizo que el padre de Juan Antonio se apiadara de nosotros y nos trajese algo que nos pareció manjar exquisito y una fuente de líquido necesaria tras las pérdidas debidas al calor: unas hermosas sandías, con las que nos hicimos unas fotos, posando sonrientes unas, y otras simulando una pelea (donde se nos veía tostados por el sol) que mi hermano reveló en forma de diapositivas y que ya poder publicar como recuerdo de nuestra aventura.

José Ángel con la sandía, Roberto en la arena y un servidor

Pero lo más «interesante» ocurrió una noche. Fuimos al pueblo a dar un paseo y cenar por allí, y a la vuelta, sin mucho éxito en eso de ligar con las turistas o las paisanas, nos quedamos de charla entre las tiendas de campaña, alumbrados con algún camping-gas que llevábamos (tampoco había alumbrado público en aquel espacio). Antes de irnos a dormir fui detrás de una duna a hacer mis necesidades fisiológicas, amparado en la oscuridad. Mientras esparcía el líquido sobrante en mi vejiga miraba a los demás grupos de campistas (muy ajetreados, por cierto) que allí había, también iluminados con esos artefactos tan habituales en las salidas campestres. Entonces vi como un par de acampados se acercó a mí iluminándose con el aparato de la correspondiente bombonita. En un momento dado algo brilló con la luz de gas: era un gran cuchillo o machete que portaba uno de ellos. Y, al verme, empezaron a llamarme. Ni que decir tiene que se me cortó la meada de golpe. Empezaba una noche de terror.

Plano de la zona (imagen de internet)

«¡Oye!, ¿estáis acampados en la playa?» dijo uno de ellos (el del cuchillo). Yo (asustado) contesté que sí, y que si pasaba algo. «Tened cuidado» me dijo, «esta tarde ha estado ardiendo el matorral del monte y las alimañas han salido huyendo del fuego, buscando el mar. ¿Dónde estáis?» Yo le señalé en dirección a la playa y entonces me acompañaron. Estábamos más o menos a mitad del camino de las alimañas, entre el monte y la playa. Antes me enseñaron la arena de las dunas con su luz, y pude ver multitud de huellas, pisadas de los animales que habían corrido despavoridos por el fuego. «Éstas son de lagarto, éstas de escarabajo, ésta de…» gran cantidad de huellas de diferentes animales que viven en la zona, cercana al parque de Doñana. Pero las huellas que me enseñaron a reconocer y no he podido olvidar desde entonces y que más me impresionaron era la de «los alacranes». ¿Cómo? ¿alacranes, es decir escorpiones? Sí, también habían huellas de escorpión marcando el camino a la playa… y, por tanto, hacia nuestras tiendas de campaña.

Huellas de alacrán (imagen de internet)

Las huellas del escorpión en la arena son como las que se ven en la foto: dos hileras de agujeros, correspondientes a las patas, con un surco más o menos regular en el centro; el que deja la cola con el aguijón venenoso. Me «quedé con la copla» rápidamente y fuimos a advertir a mis compañeros de acampada, que estaban entre risas, ajenos a lo que había pasado allí esa tarde en la que habíamos ido al pueblo. Al llegar les interrumpimos la fiesta y les contaron lo ocurrido. Fue iluminar con nuestros camping-gas y alguna linterna el suelo donde estábamos acampados y verlo completamente poblado de huellas… principalmente de escorpiones. O eso es lo que, con el miedo, nos parecía a nosotros. Rodeaban todas las tiendas de campaña, en todas direcciones, incluso se perdían por debajo de ellas, siguiendo el rastro (o no) por otros lados. ¡Estábamos invadidos! Los mosquitos, también presentes, habían pasado a ocupar un segundo plano en los «peligros» de la playa.

Dunas en la playa (imagen de internet)

Los visitantes se fueron y nosotros nos pusimos a buscar huellas, fuera y dentro de las tiendas de campaña, pero, como las habíamos dejado cerradas, el que hubiese algún bicho dentro era poco probable. Con un camping-gas nos desplazábamos todos juntos pendientes del suelo, sin ver ningún animal allí, solo huellas de su paso. Y en un momento dado el que portaba la luz colocó su bombona sobre el pie desnudo de Federico y éste pegó un respingo al sentir que algo le corría por la piel. Fue una broma que sirvió para relajarnos de la tensión provocada por los inesperados huéspedes.

Juan Antonio y Federico hablan junto a las tiendas, al atardecer

Tras no sé cuanto tiempo de rastreo, sin encontrar alimañas, decidimos acostarnos y dejar para el día siguiente la decisión de si seguir o no allí. Aquello era el remate de nuestras penurias. Pensamos en volver al pueblo, para pasar la noche en vela, pero al final nos inclinamos por permanecer junto a nuestras pertenencias. Nos repartimos en las tiendas de campaña y a mí me tocó permanecer solo en la tienda de Federico, una de estilo canadiense de color verde y de dos plazas, que me prestó después, en 1982, para ir a mi primer viaje a Italia (él no fue a ese periplo), ya que se fue con otros amigos a otra tienda, al tener la suya un agujero en el suelo, posible puerta de entrada de todo bicho viviente imaginable. Cuando me aposenté, tapé el agujero con unas bolsas haciendo de tapón (como la Torre de la playa) y coloqué encima las mochilas, macutos y todos los objetos que encontré en la tienda. No recuerdo si todos durmieron a pierna suelta aquella noche de terror, protegiéndose hacinados en las tiendas. Yo sí dormí, tal vez debido al cansancio y tranquilo por los obstáculos que había colocado.

Tienda de campaña canadiense (imagen de internet)

Al amanecer salí de la tienda y me topé con uno de los primos de Juan Antonio, que, como algún famoso presidente de banco aficionado a la caza mayor, me mostró sonriente su trofeo: el cuerpo de un alacrán, al que había dado muerte y cortado el aguijón tan temido. Era la prueba de que nuestros indeseados visitantes habían seguido con nosotros durante la noche, eso sí, sin causarnos daño.

Roberto practicando el kárate, como acostumbraba en aquellos tiempos, en la arena

Creo recordar que decidimos levantar el campamento y volver a casa, ese mismo día. Volviendo a coger el tren y llegando de madrugada a Palma. Cansados, medio deshidratados, achicharrados por el inclemente sol… llegamos con más alegría por regresar, que por haber vivido aquella aventura. Al ver las fotos semanas después, sin embargo, sí nos reímos y comentamos con jolgorio las anécdotas del dichoso viaje. El paso del tiempo quita hierro a las malas vivencias, y es más fácil recordarlas con mejor ánimo. Todo viaje de este tipo, con el paso del tiempo, pasa de ser un suplicio a convertirse en una aventura. Donde vivimos en nuestras propias carnes lo que significa «la supervivencia», en un medio hostil. Como lo viven, de otra manera, los jóvenes de ahora, seguro, con más comodidades y menos peligros. Así se puede comprobar que nosotros también un día fuimos «unos valientes jóvenes supervivientes». Algo que ahora nos parecerá divertido recordar.»

Se nos fue Pepe, el doctor, el último de los Domínguez López

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El miércoles 30 de octubre pasado, sobre las diez de la mañana, en Almuñécar (Granada), falleció mi hermano Pepe, José Domínguez López, el mayor de los varones. Había nacido el 8 de septiembre de 1935 en Palma del Río (Córdoba), con lo que, recientemente, había cumplido 84 años. El 20 de octubre publiqué la última entrada en el blog, sobre Rafael Nieto y sus bares. En ella incluí dos fotografías de la boda de Pepe con Elena, pues se celebró el banquete en el Cine San Miguel, cuyo ambigú regentaba Nieto. Me extrañó que mi cuñada no comentase nada. Algo raro debía pasar. Y, así, el sábado 26 me llamó Elena comunicándome el estado de Pepe y sus esfuerzos por asistirle en los que esperaban que iban a ser sus últimos días de vida.

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José Domínguez Godoy y Soledad López Cabrera

Los padres de Pepe eran el practicante José Domínguez Godoy y Soledad López Cabrera, su primera esposa. Sus hermanos, Soledad Domínguez López, nacida el 22 de diciembre de 1933 en Palma del Río y fallecida el 7 de octubre de 1992 en Reconquista (Santa Fe), República Argentina; y Mari Carmen Domínguez López, nacida en Palma del Río el 1 de septiembre de 1945 y fallecida en Málaga el 18 de enero de 2013. Era, por tanto, el último de los Domínguez López que quedaba vivo hasta ahora. Tras el segundo matrimonio de mi padre, con Carmen Peso Nieto, tuvo dos hermanos más: Roberto Domínguez Peso (11 de enero de 1963) y un servidor, Francisco Javier Domínguez Peso (8 de noviembre de 1961).

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Sole, Mari y Pepe

De muy niño, como párvulo, estuvo en el Colegio de la Inmaculada, el colegio de las monjas, donde coincidió con el canónigo archivero emérito de la Catedral de Córdoba, Manuel Nieto Cumplido, y tuvo como maestra a sor María Gracia, con la que también estuvimos en ese centro los menores. Después estudió en la escuela de Doña Julia, la teresiana que influyó en Sole para que entrara en su orden, a la que ayudaba la tía de mi mujer, Anita Santos. Posteriormente estuvo interno en un centro de los Salesianos, donde tuvo que repetir un curso, posiblemente debido a su afición y buen hacer en el fútbol, lo que provocó que mi padre no quisiese saber nada de estos docentes, y que los menores estudiásemos en el Colegio San Sebastián, tras cerrar el suyo Antonio G. Chaves. Más de una vez me contó la anécdota que le ocurrió cuando un amigo de nuestro padre le dijo que “hay que ver lo bien que juega al fútbol Pepito”. Papá le respondió seriamente que se equivocaba, que su hijo no jugaba al fútbol. Más tarde le llamó y le cayó una buena reprimenda. Su madre, mientras le consolaba, le dijo con gracia: “te han querido poner una corona, y ha terminado siendo una corona de espinas, como la de nuestro Señor”.

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Guadalgenil de 17 de junio de 1961: Reseña con la vuelta de Sevilla a Palma de Pepe en las vacaciones de sus estudios de Medicina

Estudió Medicina en la Universidad de Sevilla, especializándose en Cardiología, profesión que le otorgó cierta fama de buen médico entre los paisanos, primero, que muchos lo conocían como “el médico el lechugo” (apodo familiar de los hermanos de mi padre, que tan poca gracia le hacía a este, pero que Pepe no despreció aparentemente por la publicidad que le daría entre los conocidos), y en general, también, siendo uno de los referentes de esta rama de la medicina en Córdoba y fuera de esta provincia.

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Visita a Santander, donde estaba Sole con las teresianas

Vivió de estudiante en Sevilla en un piso alquilado a un pariente de mi padre, al que llamábamos el tío Aurelio, con Mari, cuando ella se fue a estudiar en la primera promoción de Ayudantes Técnicos Sanitarios, continuando allí al terminar la carrera ya en sus primeros trabajos como doctor. En la capital hispalense coincidió con otros estudiantes palmeños, como Rafael Carrasco o Manolo Carmona.

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Boda con Elena, en la ermita de Belén

Se casó con Elena Alconchel Cabezas, nacida en Santa Fe (Granada) pero criada en Palma del Río donde los padres se vinieron, con otros familiares, y pusieron una tienda en la antigua carretera de la Campana, hoy Avenida de Andalucía. Tuvieron dos hijos, Pepe, que, a su vez, tiene otros dos hijos, Pepe (con Margarita, su anterior pareja) y Álvaro (con la actual, María), y David, casado con Inmaculada, con dos hijas: Reyes y Fabiola.

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Pepe y Sole de niños

Cuando nací yo en 1961, Pepe ya no vivía en Palma, sino en Sevilla, donde estudiaba, como tampoco vivía Sole, la mayor, que, como teresiana, se dedicaba a la enseñanza y recorrió varios destinos, hasta que, desde Málaga, se marchó a Argentina a principios de los años setenta. Mari, al casarse mi hermano, se trasladó a Málaga, donde todavía permanecía Sole, y allí haría toda su vida, trabajando en el Hospital Carlos Haya, casándose con Antonio Miguel Olmedo y teniendo una hija, Macarena.

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El abuelo Pepe con sus nietos y otros familiares

Sin embargo Pepe no dejó de venir a la casa paterna, en la calle José de Mora, número 3, ya que durante unos años pasó consulta, primero los lunes y martes de cada semana, más tarde solo los lunes, para dejar solo la consulta de Córdoba un tiempo después, cuando ya residía allí tras su matrimonio. No faltaba casi ningún domingo a la cita en la vieja casa del “abuelo Pepe”, para traer a la familia y que nuestro padre disfrutara de sus nietos. Además, nos juntábamos, cuando era posible, en las vacaciones y coincidíamos todos los hermanos y hermanas en la casa paterna, y muchas veces también después, cuando mi padre vendió aquella casa y nos fuimos a vivir a un piso cerca del Ayuntamiento. Como anécdota, en una de esas visitas, Elena nos trajo unos tebeos y los acogimos con tanto entusiasmo, que, cuando oí reír a Roberto, al leer uno, salí corriendo de la cocina donde estaba preparando la merienda, y tropecé con el andador de mi sobrino Pepito, que estaba tras una cortina, y caí con tan mala suerte que me partí el brazo izquierdo. Mi padre y Pepe me socorrieron, entablillando el brazo y algún día más tarde él me llevó al hospital, entonces Princesa Sofía, para que lo escayolaran.

Familia y Pepe con bata

Pepe, con la bata de médico, nuestro padre, mi madre, Roberto y yo, en la antigua casa

Como siempre se dedicó a la medicina privada, pasaba consulta en Córdoba en su propia vivienda, un piso alquilado a un banco en la Avenida del Gran Capitán número 25, luego número 23, tras una renumeración de la calle. Intentó entrar en la sanidad pública, y me consultó sobre la posibilidad de acceder a un puesto vacante en el Servicio de Cardiología del Hospital Reina Sofía, pues alguien le había informado que, por sus méritos y curriculum, él podía hacerse con el puesto, cosa que no fue posible ya que estaba reservado a personal estatutario del Servicio Andaluz de Salud, y él no lo era. La última vez que precisó de sus servicios mi madre, que también fue su paciente, por sus problemas de corazón, fue en septiembre de 2000, desplazándome a su casa a por recetas, ya que estábamos de visita en casa de mi tía Ascensión, en Córdoba, durante las fiestas de la Fuensanta, y un mes después falleció de cáncer. Incluso yo también fui “paciente” suyo a temprana edad, pues ya sentía esos extrasístoles tan molestos, que hace algo más de dos años me diagnosticaron, tras mucho tiempo sin sentirlos. Recuerdo que dijo que no tenía nada grave, algo muy frecuente, como han confirmado luego los especialistas de la sanidad pública.

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Comida de Navidad, con todos los hermanos, y mis padres aún vivos

Se jubiló a los 70 años, cerrando su consulta en Córdoba y trasladándose a Almuñécar a vivir en la casa que años antes se habían comprado allí cuando, en compañía de otros médicos, adquirieron una finca y fundaron una empresa para producir y comercializar frutas subtropicales, típicas de la zona, empresa que no prosperó por la falta de agua. Estaba todavía en plenas condiciones físicas y mentales, a pesar de la edad, conservando su figura espigada y elegante de galán, como me demostró un día de 2007, en que se vino a Palma a la presentación de un libro, a la que asistió su amigo de la infancia, el canónigo Manolo Nieto, y se volvió para Almuñécar de madrugada, él solo en el coche, a pesar de haberle ofrecido yo que se quedase en el piso.

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De paseo con su familia, Mari y Antonio, mis padres y los hermanos menores

Durante nuestra niñez le gustaba llevarnos en su coche de paseos por el campo o la sierra. También hizo muchas de las fotografías que forman parte del álbum familiar. Una vez que Roberto y yo fuimos con él a la sierra nos paramos de vuelta en la Venta de El gallo, a tomar un refresco. Hacía tanto calor que Roberto se bebió una coca cola de un solo trago… y luego eructó tan estruendosamente que casi se cae de espaldas. El camarero le amonestó con un prolongado “¡niñooooo!” y todos reímos un buen rato. Le recuerdo con varios coches, varios Renault (un Gordini, un R8, R12…), y tuvo también una moto Sanglas, como las de la Guardia Civil de tráfico. Con uno de los coches, volviendo una vez de noche a Palma, chocó con un campesino que iba con su burro en la carretera a oscuras. Afortunadamente no hubo consecuencias graves, pero aún conservo en la memoria el agujero en el capó blanco, donde se estrelló el burro atropellado, con un tornillo sobresaliendo.

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En la antigua casa, con la tía Adelina y Carmeli, su familia, Mari y Antonio y nosotros «los niños»

Cuando pasaba consulta en casa, mis primos Juan y Sebastián (“Chanín”), hijos de mi tía Belén (que, por cierto, era la última hermana viva de mi madre y falleció en febrero pasado en Fuenlabrada) que venían mucho a casa a jugar con nosotros, tenían vedada la entrada, del ruido que montábamos y que molestaba en las dependencias de la consulta. Una vez, cuando se despedían, mi primo Juan dijo “hasta mañana” y mi madre le advirtió que tocaban visitas médicas, a lo que él respondió: “¡Ah, claro! Que no podemos venir, que viene tu tío, o tu hermano, o… (hecho un lío ya por los apellidos y las edades diferentes) ¡el tío que venga!”. Nos reímos también un buen rato. Más tarde, cuando éramos Roberto y yo algo más mayores, aprendimos a “dar los números”, o sea, las citas para los pacientes de Pepe, tanto a los que venían a casa a pedirla y se las dábamos en un papel que imprimíamos nosotros con un tampón y un sello, como a los que lo hacían por teléfono y apuntábamos todos en una agenda.

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Elena, Matilde (su madre), Pepe, nuestro padre, y yo colándome en la foto

Pepe me acompañó cuando me saqué el DNI por primera vez. Como había trabajado de inspector médico de la Policía conocía al comisario de Córdoba de entonces y concertó la cita para que fuese el mismo comisario el que hiciese el trámite en su propio despacho, en una planta alta del edificio que hay frente a la Cruz Roja. Recuerdo que, esperando a que le trajesen los útiles para tomar las huellas y otras cosas, mi hermano se dio cuenta de que se había dejado los faros del coche encendidos. Entonces me dio las llaves para que bajara y los apagase. Eso hice, y al volver a entrar, el policía que estaba de guardia en la puerta me indicó que entrase por otra que había en el lateral. Al hacerlo me interceptaron dos agentes uniformados con un “¿dónde vas?”. Me asusté, les quise contar que venía con mi hermano, que era inspector, pero no me salía la palabra, de los nervios, y les dije algo así como “teniente” o “general médico”, con lo que se quedaron mirándome con cara muy seria. Pensé que iba a ser detenido en ese momento, y, entonces, les dije que había venido “a hacerme el carnet de identidad” (con voz temblorosa). Se rieron y me dejaron pasar. Seguro que se habían compinchado todos para gastarme una broma. Como yo ya andaba en contactos con la izquierda clandestina de Palma por entonces, mi temor fue más que justificado, aunque todavía no me había dado a conocer como activista político. Afortunadamente.

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En casa de Roberto, en Extremadura, en julio de 2010, reunión familiar

Pepe fue un gran aficionado a la Historia, coleccionista de antigüedades y apasionado de la numismática. Tenía predilección por el mundo romano antiguo y una colección de la que se deshizo hace años. Al conservar amistades en Palma, también compartía con ellos dichas aficiones, como pasaba con Pepe Cuevas, al que conocía de los juegos de la niñez, y con Antonio Pérez, “Chanca”, cuyos familiares también fueron clientes de la consulta, entre los que se encontraban muchas personas humildes, a las que ayudó, desde los primeros tiempos de sanitario, como aquellos que vivían en los chozos de la Mesa de San Pedro, o los que buscaban remedio a sus males de corazón procedentes de otras zonas rurales y casi aisladas de la provincia. Una vez vino a Palma, ya jubilado, para proponer al Alcalde, Salvador Blanco, la edición de un libro que estaba preparando sobre la biografía del obispo de Cartagena de Indias, Dionisio de Santos, nacido en Palma del Río en el siglo XVI y que era poco conocido por sus paisanos (no sé si terminaría con aquel proyecto, pues no lo presentó). Ya en Almuñécar mantuvo frecuente contacto con el Club de Patrimonio de Motril. Con él yo sí podía hablar de política (algo vetado en el hogar familiar), aunque, más bien, era él el que lo hablaba casi todo, pues su locuacidad era prolija y famosa, y me influyó, tras algunas conversaciones, para derivar hacia la socialdemocracia. También me sirvió para informarme sobre nuestra extensa familia (nuestros abuelos paternos se casaron varias veces, procreando holgadamente además), aunque hayan quedado pendientes aspectos que hubiera querido que me clarificara y me informase más.

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Con Pepito en brazos, todo un padrazo

Como buen profesional era serio y severo en su trabajo, como su padre, pero al mismo tiempo, se distinguía por el gracejo heredado de su madre, su simpatía. Era chistoso, y parlanchín, y afectuoso con la clientela (pacientes y familia), familiares y amistades, ganándose la fama de persona cercana y excelente profesional de la medicina. Marcelino Canovaca me decía que tenían un pacto para cuando coincidían en las bodas: en cada celebración le tocaba charlar a uno de los dos, alternándose, de tan dicharacheros que eran.

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Fiesta del 84 cumpleaños, en Almuñécar. Foto de su hijo Pepe

Últimamente se comunicaba conmigo por correo electrónico, haciendo muchos comentarios a lo que publicaba yo en el blog en este formato porque no se encontraba cómodo publicando directamente en el blog. Me ha ayudado mucho en la redacción de muchas entradas sobre Palma del Río y sus gentes, recordando cosas de su niñez y juventud, y aportando datos valiosos para completar mis escritos. Tras sus achaques, que comprobamos en el funeral de Mari, en Málaga, y el ictus que le impedía orientarse y posteriormente moverse, la comunicación se hizo menos frecuente. Sus padecimientos fueron similares a los que se llevaron a Mari hace seis años. Y la última vez que hablé con él fue el día de su onomástica. Ya le noté en varios momentos “como despistado”, pues me habló de cosas que, más bien, podrían haber formado parte de la conversación con otras personas.

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En mi boda, los tres hermanos varones. 2008

Mucha gente me preguntaba, al verme, por “el doctor”, familiares, amigos, antiguos pacientes, lo que era síntoma del cariño que le profesaban en Palma. Ya solo puedo contar algunos de los muchos recuerdos que tengo de él, como lo he hecho de las demás hermanas que ya no están. El último de los Domínguez López nos dejó, y siento tener que comunicarlo a quienes se interesaban por él. Se ha ido quedándose con las ganas de que el Ayuntamiento hubiese puesto el nombre de nuestro padre a una de las calles de Palma, a pesar de la petición de algunos vecinos. Un deseo que me expresó varias veces, como reconocimiento a la gran labor social que hizo, e hicieron los sanitarios que, como él, trabajaron por la salud de los palmeños en precarias condiciones tras la contienda civil. Sirvan, en este caso, estas breves líneas para que su recuerdo no se pierda en la memoria de los palmeños y de los que le conocieron en vida, y que esta forme parte del listado de personas señeras que esta hermosa tierra ha visto nacer.

Candelarias 2019

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Un año más hemos acudido puntuales a nuestra cita en el cercano municipio sevillano de La Puebla de los Infantes, situado en la Sierra Norte, y a pocos kilómetros de Palma del Río.

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Y, como siempre, hemos dado un paseo por la tarde, todavía con luz solar, para ver los boliches donde se colocan los muñecos que serán pasto de las llamas al ser encendidas las candelas al anochecer.

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La tarde fue muy fría, casi más que la noche. Por ello no vimos demasiados emplazamientos. Además de que encontrarnos con conocidos y familiares hizo que nos entretuviésemos más de la cuenta. Así que no muestro tantas fotografías como en años anteriores. Destaco la primera, por su emotividad, ya que hace referencia a los antiguos juegos de niños, como el diábolo, la comba, o los cromos. Algo ya superado por las nuevos juegos electrónicos.

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Foto de Laura Velasco

También encontramos referencias de actualidad, como la hoguera que nos recordaba la marginación de la mujer o las agresiones que sufren las mujeres por el hecho de serlo. Algo que no debemos dejar de lado, pese a los intentos de algunos por acallar las reivindicaciones feministas y ocultar esta grave realidad social.

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Foto de Laura Velasco

Las menciones a la agricultura también tuvieron su sitio, algo lógico en un pueblo fundamentalmente agrícola como es La Puebla, donde el olivo, sus productos y sus derivados tienen una presencia importante en su economía.

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Justamente por eso nos llamó la atención un instrumento fundamental en el campo, como es el tractor, al que encontramos junto a la hoguera de la Cruz (a la que vamos todos los años por ser sus organizadores amigos de la tía Conchita y por participar en ella mi amigo de instituto, Pedro González Chincolla).

Un tractor de 1954, que había participado en una Ruta de Sierra Morena de Tractor Clásico, y al que grabé en este vídeo, donde su dueños nos muestras su sistema de encendido del motor. «Viejas tecnologías» al servicio del campo.

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Después de degustar las famosas sopaipas y el chocolate que generosamente nos ofrecieron nuestros amigos cucharros, y tras cenar en El Guinda, volvimos a Palma a refugiarnos del frío invernal y nocturno, que en alguna medida las hogueras intentaron paliar, a pesar de la lluvia intensa que el viernes intentó fastidiar los preparativos. Y afortunadamente no lo consiguió. El año que viene volveremos.

 

Visitamos la Danza de Los Locos y el Baile del Oso, en Fuente Carreteros

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Fuente Carreteros es un municipio cercano a Palma del Río. Hasta octubre de este año era una aldea de Fuente Palmera, en cuyo ayuntamiento trabajo como funcionario desde junio. Hoy día, con otros pueblos de Andalucía (dos cordobeses), Fuente Carreteros es municipio independiente, por decreto de la Junta de Andalucía.

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Monumento a la Danza de Los Locos y el Baile del Oso

Mi relación con este nuevo municipio viene de lejos. En el instituto de bachillerato compartí amistades y compañeros de allí, como Toñi Martínez, con quien mantuve amistad después de pasar por el centro. El primer alcalde democrático de Fuente Palmera es originario de Fuente Carreteros, Antonio Díaz Aguilar, una persona cercana y cariñosa, al que vi en noviembre pasado y nos saludamos efusivamente, pues mantenemos relación (ya menos frecuente) desde que fui elegido concejal en Palma del Río. Su hermano Francisco, otra estupenda persona, fue durante unos años alcalde pedáneo de la aldea y pude saludarlo el viernes pasado, cuando visitamos esta población.

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Los Locos, el capitán de espadas, la loquilla y los músicos, en la plaza, delante de la iglesia

La fiesta más conocida y original de esta localidad es el llamado Baile o Danza de Los Locos, que tiene lugar el 28 de diciembre, festividad de los Santos Inocentes. Es una tradición que muchos consideran traída por los colonos centroeuropeos que se asentaron en estas tierras con el llamado “Fuero de las nuevas poblaciones” de Andalucía y Sierra Morena, de 1767, otorgado por el rey Carlos III, y por el que se crearon los municipios de Fuente Palmera, La Carlota y San Sebastián de los Ballesteros, en Córdoba. En Sevilla y Jaén se crearon otros más. Ese mismo Día de los Inocentes se completan los bailes con el Baile del Oso, otra tradición exótica.

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Foto de Diario Córdoba. Los Locos y la loquilla. Entre el público, el autor (con gafas de sol y gorra) y la familia

A Fuente Carreteros se le conoce por la aldea o el pueblo de los italianos, porque la mayoría de los que se asentaron allí provenían de la península italiana. Otros colonos llegaron a las tierras de Fuente Palmera desde Francia, Bélgica, Suiza, y Alemania. Muchos se encontraron un ambiente hostil y también muchos murieron a causa de las enfermedades contraídas en los despoblados que ocuparon, mientras que otros se quedaron mezclándose con colonos procedentes de otras partes de España, como Cataluña, Valencia, Badajoz o de la misma Andalucía. En los apellidos y la fisonomía de muchos colonos y carretereños se aprecia ese origen centroeuropeo (Hens, Morello, Yamuza, Beurno, Rossi, Dugo…) y español, pero foráneo (Castell, Tristell…). Y seguramente estas tradiciones que comentamos las trajeran los primeros de aquellas tierras lejanas.

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Escopetero, loquilla bailando y locos

En Fuente Carreteros vivió muchos años una prima mía, hija de mi tía Amadora Valdés, Josefa Ardanuy Valdés, a la que conocíamos en casa por “Pepita”. Amadora era hermana mayor de mi padre, fruto de un matrimonio de mi abuela Adelina Godoy, anterior al que tuvo con mi abuelo José Domínguez. Por eso no coinciden los apellidos. Creo que en 2010 se fue a vivir a Gelves (Sevilla), y hace poco entablé amistad por el Facebook con uno de sus hijos, José Aguilar Ardanuy. Así que por parte familiar también he tenido vínculos con esta población.

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Saludo, mientras que el escopetero hace un disparo

Pues, por sorprendente que parezca, y a pesar de tanta relación, nunca había visto en persona la Danza de los Locos, ni el Baile del Oso. Nunca había estado en Fuente Carreteros un 28 de diciembre. Hasta el viernes pasado, que me desplacé con Ana, mi mujer, y mis cuñadas Conchi y Lolita, y mi cuñado Ramón. Mi hermano Roberto, con su familia (sobre todo cuando sus hijos eran más chicos), ha estado presenciando varios años esta fiesta, pero, por un motivo u otro, yo nunca les había acompañado. El viernes sí coincidimos Encarni, su mujer, con Rufina (la madre) y nosotros en la plaza del pueblo viendo los bailes.

Mucha gente de fuera se congregó allí el viernes, muchos palmeños incluidos. La Danza de los Locos está en trance de ser declarada, por la Junta de Andalucía, Bien de Interés Cultural, así que se sumaba un atractivo más para conocerla directamente. Además el pueblo tiene más razones para la alegría, ya que durante estos meses pasados se ha estado celebrando el 250 aniversario del Fuero de Las Nuevas Poblaciones, junto con otros municipios, y, como decía al principio, desde octubre alcanzaron un objetivo largamente perseguido, ser municipio independiente. Así que había ambiente justificado de fiesta.

Llegamos con tiempo para coger buen sitio en la Plaza Real y ver sin problemas las danzas. Nos ofrecieron roscos y pestiños unas amables paisanas, algunas ataviadas con vestimentas que evocaban los orígenes de los antiguos pobladores europeos. También unas copas de licor de anís. Y los disparos de lo que antes eran trabucos y ahora escopetas de cartuchos anunciaron el inicio del espectáculo folclórico ancestral. Una tradición que se recuperó a principios de los años ochenta del siglo pasado, gracias a la memoria de los ancianos del lugar, que no permitieron que se perdiera este elemento cultural tan interesante. Después se ofreció un potaje en la Casa Grande.

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El oso y el domador entran en escena, mientras los locos saludan

Esta Danza de los Locos dicen que representa la matanza de los inocentes que ordenó Herodes y nos cuenta la Biblia. Las mujeres quieren ocultar y proteger a sus hijos (representados por la “loquilla”) y se vuelven locas por ello, por ello los danzantes visten de mujer, acompañados de músicos que tañen instrumentos como las guitarras, el pandero o la “carrasquiña”, originaria de la zona. El baile del oso se interpreta después de los Locos y en él vemos más claramente el origen centroeuropeo. Quien quiera profundizar en el origen, desarrollo y curiosidades de estas danzas puede hacerlo consultando esta página del Ayuntamiento carretereño.

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Pasos del baile, a la izquierda un escopetero

En fin, que echamos una buena mañana en esta población vecina, conociendo de primera mano estas costumbres ancestrales, curiosas y tan entrañables.

 

El Palacio de la Magdalena de Santander y mi familia, con casi 60 años de diferencia

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Este año hemos realizado un viaje por los Picos de Europa en nuestras vacaciones. Hemos visitado lugares tanto de Asturias como de Cantabria, y no solo enclavados en estas montañas de la Cordillera Cantábrica, sino en otros paisajes de ambas comunidades. De ahí que hayamos tenido la posibilidad de volver a visitar ciudades que no conocíamos, por ejemplo, Gijón, como también otras que ya habíamos recorrido en otros viajes. Este es el caso de Oviedo y Santander. Ello nos ha permitido estar en zonas de esas urbes que se nos pasaron de largo en anteriores citas.

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En Santander pudimos recorrer la Península de La Magdalena, donde, además de la playa, el parque, los barcos de Vital Alsar y el minizoo, se encuentra el Palacio del mismo nombre que construyó el ayuntamiento santanderino, mediante suscripción popular, a principios del siglo XX, para que fuese residencia de verano del rey Alfonso XIII, y su familia, y así atraer a más visitantes, sobre todo de la nobleza, que apostaron en aquellos años por las playas del norte de España, para tomar los conocidos como «baños de olas». Junto a una de sus puertas, en esos momentos concurridas, por la presencia de los asistentes a los Cursos de Verano que celebra allí la Universidad Internacional Menéndez Pelayo (UIMP), nos hicimos algunas fotos mi mujer, Ana, y yo. Unas fotos especiales, pues recordaban a otra que se hicieron mis hermanos mayores (Pepe, Mari y Sole), junto a otras personas, en ese mismo lugar, cuando los primeros, junto con mi padre, el practicante José Domínguez Godoy, un taxista y otras acompañantes, visitaron Santander, pues mi hermana mayor (Soledad) esta allí temporalmente. Esa foto que recordamos es la que inicia esta entrada, que conservo en el álbum familiar. En ella vemos a Pepe (a la izquierda), Mari (con trenzas) y a Sole (la tercera por la derecha), junto a sus acompañantes, cerca de la antigua entrada de carruajes del palacio.

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La foto pudo ser de 1960, ya fallecida la primera esposa de mi padre, Soledad (noviembre de 1959), y antes de casarse con mi madre, Carmen (algo que tuvo lugar el 25 de noviembre de 1960), ya que ninguna de las dos están en la foto (mi padre sería el fotógrafo que plasmó la visita). Unos 58 años, casi los 60 años de los que hablo en el título de la entrada, separan ambas fotografías. La última, aunque más próxima a la puerta y mostrando los cambios experimentados por el paso del tiempo, rememora e imita aquel antiguo viaje familiar, con el Palacio de La Magdalena al fondo. El pasado y presente se dan la mano con unas imágenes entrañables.

ACTUALIZACIÓN Y ACLARACIÓN: La foto antigua es anterior a noviembre de 1959, ya que quien aparece en medio de Mari y de Sole es precisamente Soledad, la primera mujer de mi padre. No la reconocí, pues, en la mayoría de las fotos que tengo, esta señora aparece con otro peinado y apariencia. Siento el error, que no obstante, no quita valor a la coincidencia de las dos fotografías y su connotación sentimental. Ya de paso, completo el texto, nombrando a Marolo, el taxista, que aparece con la gorra blanca (como nos comenta José Luis de las Heras) y aclarando que la otra señora que figura en la fotografía es una familiar de Adolfo de la Torre, el estanquero de la Calle Feria, que proviene precisamente de la provincia cántabra, de Castro Urdiales, concretamente.

El astronauta y otras sorpresas de la catedral de Salamanca

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El año pasado, con motivo de una parada en Salamanca en nuestras vacaciones, comenté mi primera visita a esta ciudad, ya hace años, haciendo especial referencia a la rana que hay en la fachada de la Universidad. Como hemos vuelto por allí este año, me puse a buscar otro elemento famoso de la arquitectura local, que me quedó por ver el viaje pasado: el astronauta de la Catedral.

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En  nuestro primer día del viaje de vacaciones visitamos la parte más conocida de Salamanca: la Universidad, el huerto de Calixto y Melibea, la Plaza Mayor, el convento de San Esteban, la casa Lis (Museo Art Nouveau y Art Deco)… y, por supuesto, la Catedral. O mejor dicho, las catedrales, pues son dos, la Catedral vieja (románica y gótica) y la Catedral nueva (gótica tardía, renacentista y barroca). Buscamos la vieja con empeño pues no veíamos nada más que la nueva, llegando a rodearla, hasta que un joven que nos ofrecía el menú de un restaurante nos indicó que ambas estaban unidas (la vieja era esa parte que nos mostraba una torre con un gallo de veleta, sobre el ábside claramente románico).

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Entonces le preguntamos al joven por el astronauta y nos indicó su lugar exacto. «Además podréis ver más sorpresas» nos dijo. Así que partimos de nuevo hacia la plaza de Anaya, donde se abre ante nosotros la conocida como Puerta de Ramos. El año pasado la fotografié, pero no encontré al famoso navegante de las estrellas, que tanto asombra al visitante. Tampoco me percaté de los demás «intrusos».

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Hay una liebre (como nos dijo el joven paisano), que muchos conocen como «el conejo de la suerte». Alguien se inventó que, si lo acariciabas, te traería la buena fortuna. Así que presenta un color diferente y está más pulida que las otras figuras de tanto pasarle la mano por encima.

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Vemos también una langosta o cangrejo de río (hay diferentes versiones) en el mismo lateral. También un lince, una cigüeña y lo que unos llaman un dragón y otros un diablillo o duende: una figura antropomorfa que nos mira con sonrisa burlona y nos muestra el rabo enredado entre la espalda y sus piernas, y su trasero. Podría pasar como un adorno original, pero el cucurucho con varias bolas de helado que porta en su mano izquierda nos adelanta el origen de esta y las demás figuras de las que hablamos.

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Y, si elevamos la mirada, junto a un toro, encontramos al ansiado astronauta. Se nos muestra como flotando en el espacio exterior, con su escafandra, su caso, los tubos de respiración y la mochila de aire. Las suelas de sus botas exhiben el dibujo que dejaron las huellas, que conocemos por las fotografías de la NASA, de los primeros pasos en el primer viaje a la Luna.

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Para los turistas es algo asombroso y no paran de hacerle fotos (además de acariciar la liebre, por estar al alcance de la mano). Hay quien ha aventurado algún «viaje astral» del escultor de la puerta para justificar la presencia de un intruso tan del siglo XX en una puerta con varios siglos de antigüedad. Sin embargo el motivo es menos esotérico: en 1993 se restauró esta puerta, al mostrarse en esta ciudad la exposición «Las edades del Hombre», y el escultor incluyó elementos modernos, para dejar constancia de que eran fruto de esa restauración.

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Algo que es hoy día norma para la recuperación de obras de arte históricas, y ha ocurrido en otros monumentos y otras ciudades, como se puede ver (aunque no muy bien) en la foto que saqué el año pasado en la Catedral de San Antolín de Palencia, donde una de las gárgolas restaurada muestra a un fotógrafo con su batón y su cámara de fuelle.

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Por cierto, el astronauta de Salamanca también ha tenido que ser restaurado, pues en 2010 unos gamberros le arrancaron el brazo derecho. En la imagen se ve con claridad que es otra pieza añadida, en la que no apreciamos las arrugas del traje, ni el guante que le cubría la mano con las muescas de los dedos, como se ve en su mano izquierda. En fin, que el misterio se desveló esta vez. Y nos pudimos ir de la capital charra con la satisfacción de haber encontrado al viajante interestelar.