El astronauta y otras sorpresas de la catedral de Salamanca

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El año pasado, con motivo de una parada en Salamanca en nuestras vacaciones, comenté mi primera visita a esta ciudad, ya hace años, haciendo especial referencia a la rana que hay en la fachada de la Universidad. Como hemos vuelto por allí este año, me puse a buscar otro elemento famoso de la arquitectura local, que me quedó por ver el viaje pasado: el astronauta de la Catedral.

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En  nuestro primer día del viaje de vacaciones visitamos la parte más conocida de Salamanca: la Universidad, el huerto de Calixto y Melibea, la Plaza Mayor, el convento de San Esteban, la casa Lis (Museo Art Nouveau y Art Deco)… y, por supuesto, la Catedral. O mejor dicho, las catedrales, pues son dos, la Catedral vieja (románica y gótica) y la Catedral nueva (gótica tardía, renacentista y barroca). Buscamos la vieja con empeño pues no veíamos nada más que la nueva, llegando a rodearla, hasta que un joven que nos ofrecía el menú de un restaurante nos indicó que ambas estaban unidas (la vieja era esa parte que nos mostraba una torre con un gallo de veleta, sobre el ábside claramente románico).

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Entonces le preguntamos al joven por el astronauta y nos indicó su lugar exacto. «Además podréis ver más sorpresas» nos dijo. Así que partimos de nuevo hacia la plaza de Anaya, donde se abre ante nosotros la conocida como Puerta de Ramos. El año pasado la fotografié, pero no encontré al famoso navegante de las estrellas, que tanto asombra al visitante. Tampoco me percaté de los demás «intrusos».

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Hay una liebre (como nos dijo el joven paisano), que muchos conocen como «el conejo de la suerte». Alguien se inventó que, si lo acariciabas, te traería la buena fortuna. Así que presenta un color diferente y está más pulida que las otras figuras de tanto pasarle la mano por encima.

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Vemos también una langosta o cangrejo de río (hay diferentes versiones) en el mismo lateral. También un lince, una cigüeña y lo que unos llaman un dragón y otros un diablillo o duende: una figura antropomorfa que nos mira con sonrisa burlona y nos muestra el rabo enredado entre la espalda y sus piernas, y su trasero. Podría pasar como un adorno original, pero el cucurucho con varias bolas de helado que porta en su mano izquierda nos adelanta el origen de esta y las demás figuras de las que hablamos.

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Y, si elevamos la mirada, junto a un toro, encontramos al ansiado astronauta. Se nos muestra como flotando en el espacio exterior, con su escafandra, su caso, los tubos de respiración y la mochila de aire. Las suelas de sus botas exhiben el dibujo que dejaron las huellas, que conocemos por las fotografías de la NASA, de los primeros pasos en el primer viaje a la Luna.

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Para los turistas es algo asombroso y no paran de hacerle fotos (además de acariciar la liebre, por estar al alcance de la mano). Hay quien ha aventurado algún «viaje astral» del escultor de la puerta para justificar la presencia de un intruso tan del siglo XX en una puerta con varios siglos de antigüedad. Sin embargo el motivo es menos esotérico: en 1993 se restauró esta puerta, al mostrarse en esta ciudad la exposición «Las edades del Hombre», y el escultor incluyó elementos modernos, para dejar constancia de que eran fruto de esa restauración.

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Algo que es hoy día norma para la recuperación de obras de arte históricas, y ha ocurrido en otros monumentos y otras ciudades, como se puede ver (aunque no muy bien) en la foto que saqué el año pasado en la Catedral de San Antolín de Palencia, donde una de las gárgolas restaurada muestra a un fotógrafo con su batón y su cámara de fuelle.

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Por cierto, el astronauta de Salamanca también ha tenido que ser restaurado, pues en 2010 unos gamberros le arrancaron el brazo derecho. En la imagen se ve con claridad que es otra pieza añadida, en la que no apreciamos las arrugas del traje, ni el guante que le cubría la mano con las muescas de los dedos, como se ve en su mano izquierda. En fin, que el misterio se desveló esta vez. Y nos pudimos ir de la capital charra con la satisfacción de haber encontrado al viajante interestelar.

La casa de la familia Liñán, en la Calle Feria

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Hace poco alguien publicó una de las fotos de esta entrada que vio la luz hace seis años en el blog Celtibético. Lo vuelvo a colgar de la red para que todos conozcan o recuerden esta imponente casa que hubo en la calle Feria de Palma del Río, con algún añadido más.

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La casa de la familia Liñán, en la Calle Feria

Terminaba el post del 12 de marzo, dedicado a la calle San Sebastián, en los años sesenta y setenta, hablando de la casa de la familia Liñán, la que ocupaba un solar entre esta calle, la calle Muñoz, y la calle Feria. Una gran casa que desapareció, como muchas otras en aquellos tiempos, a pesar de su porte señorial, para ser sustituida por el consabido bloque de pisos. Lo hacía aprovechando una fotografía, donde solo se apreciaba parte de este edificio. Sin extenderme en las virtudes arquitectónicas de la casa, pues además su entrada principal se situaba entonces en otra de las calles señeras de nuestro casco antiguo palmeño, la calle Feria. Y no disponía de más apoyo gráfico para gozar de su recuerdo.

Decía gozar, pues, ahora que sí tengo en mi poder copias de imágenes de este perdido monumento civil (procedentes del Archivo de la Diputación Provincial de Córdoba y otras, como la de José de las Heras y la última, de Jiménez & Linares, publicada en «Palma un paseo único»), nos es posible recrearnos con pasión por el arte de modificar el espacio natural, para habitar, con comodidad y placer estético, nuestro medio urbano. Perdonadme esta frase tan solemne, y tal vez pedante, pero como acostumbro a hablar en esta serie de evocaciones del paisaje palmeño, desde el punto de vista de los recuerdos de tiempos pasados, vividos en primera persona, la emoción se instala en el relato, domeñando mis palabras.

Finalizaba, como decía, aquel artículo rememorando “la imagen de los escombros, durante su demolición, con las rejas y el imponente balcón que adornaban su fachada, sobre los cascotes y en medio de la polvareda. Un monumento más caído gracias a la miopía de los encargados por velar de nuestro de patrimonio y por la tontería de los hombres de negocio de aquella época.” Con estas imágenes podéis comprobar el por qué de estas palabras. Vemos en la primera foto la imagen de la calle San Sebastián, desde mi calle de la niñez, José de Mora, en la esquina donde estuvo el Banco de Bilbao, en el edificio que sustituyó la casa de Soledad López, pariente de mi padre, por parte de su primera mujer, con la espadaña de la iglesia del Hospital que da nombre a esa calle, al fondo. Y a la derecha, haciendo esquina, la casa hoy recuperada en nuestro álbum. Se aprecian las consecuencias del abandono, se ven los ladrillos, con el revoque caído, o colgando trozos del enlucido, a punto de desprenderse. Algo que presagia su próxima demolición, al no encontrarse habitada.

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Vamos a otra imagen más clara, una vez situada en el espacio, la casa recordada. Con esta posición oblicua vemos la casa Liñán en esquina. Hay un letrero de chapa, azul con letras blancas, por encima de la señal de acceso prohibido, donde una flecha nos indica la dirección de la casa de la calle Cigüela donde estaba la centralita de teléfonos, anterior a la implantación del servicio automático. Después se despliega ante nosotros la fachada principal, antes de una típica casa de arquitectura popular, menos pomposa, creo que la de la maestra Rosarito Rodríguez, que albergaba en un accesoria, la zapatería de Agustín y Juan José. Una portada abombada, de base casi semicircular, quebrada por la puerta, y dividida en espacios almohadillados, que me recuerdan al estilo barroco, y dos ventanas a ambos lados. Y sobre la puerta, un dintel que sostiene un hermoso balcón, el que vi, por desgracia, como cadáver reposando sobre los escombros del derribo. Para apreciarlo en todo su esplendor, nos detendremos en la siguiente imagen.

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En ella, ya de frente, apreciamos la majestuosidad de la puerta principal. Las ventanas de ambos lados, apoyadas en el zócalo, son sencillas, a ras de la pared, con rejas, y decoradas en sus bases por una cenefa de dibujo cerámico. El dintel de la puerta se adorna con una peana que sirve de soporte al balcón. Éste está también acompañado de dos ventanas a su izquierda y derecha, que sobresalen del paramento, enrejadas, con base y cornisa sobresalientes. El balcón es lo más llamativo. Es un típico balcón recubierto o protegido por cierre metálico acristalado, que se apoya en la barandilla y la cubre por detrás. Los vidrios superiores son de color, mientras que los inferiores son transparentes. Tiene adornos en forma de hojas por encima de la barandilla, y otros mayores coronando el tejadillo que lo cubre, sostenido por una cenefa de rosetones, entre los arquitos en que se apoya. Es muy parecido al balcón de la casa modernista, que mandó construir Julio Muñoz, el ahijado del Marqués de Monte Sión, que hubo a la entrada de la calle Ancha, aunque de forma menos curva, con línea más quebrada, y tal vez menos prominente. No obstante es también una balcón hermoso, ricamente decorado, que merecía haber sido conservado.

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Del interior no puedo hablar mucho, pues no recuerdo haber entrado allí nunca. Solo me viene a la memoria el suelo empedrado del patio o corralón que tenía entrada por calle San Sebastián, y que veía al pasar frecuentemente por allí. En esa parte vivió un casero llamado Manuel Contreras y su familia (amigo de mi padre), y por allí había una entrada a un sótano, de los pocos que existían en aquellos tiempos. También disponía de una entrada para coches y carruajes. Las estancias de la primera planta debían estar perfectamente iluminadas debido a la profusión de amplias ventanas, en contraste con la planta alta, una planta más íntima y recogida, familiar, salvo el luminoso mirador que ofrece el balcón. Por suerte, la puerta de entrada y las interiores, así como la escalera y los artesonados de las techumbres fueron compradas, antes de desaparecer el edificio por José Rodríguez Duran («Colino»), para instalar estos elementos en su casa de la calle Ancha.

Decía al principio que las imágenes muestran el estado de abandono que presagiaba su demolición. Ésta ocurrió en los años de mi niñez, en los sesenta, y fue sustituido por el bloque de pisos, de nombre Edificio Santa Rosa, en cuya planta baja se trasladaría el Banco de Bilbao, conocido popularmente por “La casa blanca”, por el color de los ladrillos de su exterior. Y, tal vez, por los aires de sus nuevos moradores, por el interés de estos nuevos ricos, deseosos por vivir en la calle Feria, la calle de los «poderosos», que fue motivo de sorna entre los tradicionales habitantes de este barrio y también entre el pueblo llano. La pena es que este interés ostentoso no se tradujera en la conservación del aspecto suntuoso de edificios, como éste, que fueron derribados en este periodo desarrollista, aunque el número de habitantes creciera, debido al conjunto de nuevas viviendas construidas en este espacio (a diferencia del ambiente deshabitado actual). Ojalá que la recuperación de estos documentos gráficos sirva de inspiración para que nuevas generaciones con capacidad económica puedan recuperar los elementos arquitectónicos que ahora volvemos a ver, y los incorporen a las nuevas edificaciones, dejando de lado el uniformismo de tanta piedra artificial y color blanco y albero, que amenaza con atenazarnos en estos tiempos.

La Palma de los sesenta y setenta: El Bar Charneca

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En este recorrido por la geografía evocadora palmeña que venimos realizando, hoy nos vamos a detener en otro punto importante que, tal vez no pase a la historia de nuestra ciudad, como sus numerosos monumentos, pero sin duda debe tener un lugar destacado entre los enclaves con renombre y sabor popular, el Bar Charneca. Para ello me serviré de varias fotografías cedidas por su familia, y alguna más.

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Manuel Ruiz Peso, “Charneca”, era hijo Manuel Ruiz y Belén Peso, posiblemente prima de mi abuelo Sebastián. Este matrimonio, entre otras actividades, surtía de agua potable a la población por los años 40 y 50, gracias al pozo que había en su casa en la Calle Nueva (entonces Écija), frente a la Calle Sánchez. Mi hermano mayor, Pepe, bebió alguna vez de ese pozo al ser amigo de uno de sus nietos. La abuela de Anamari, Concepción, era hermana de Charneca, con lo que mi relación con él se puede atisbar por varios frentes. En el libro de Dominique Lapierre y Larry Collins, “O llevarás luto por mí”, se le nombra varias veces, aunque se le llama “Pedro Charneca”, cambiándole el nombre de pila y haciendo de su apodo el apellido.

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El bar estaba situado en la Avenida de Pio XII y cerró hace bastantes años. Era el primer edificio de esta calle, entrando por la calle Portada, hacia la izquierda, en dirección a San Francisco, después de la casa de Huéspedes Castillo. Un local no muy grande que lucía una marquesina, que perduró tiempo después de cerrar, además del toldo que lucía el nombre comercial del establecimiento.

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La entrada, con la marquesina, la vemos en la foto, aproximadamente de 1956, con Mari Díaz Ruiz, sobrina de Charneca, la tía Conchita (hermana menor de mi suegra) y Mari Pepa, sobrina de ésta. Detrás, a la izquierda, se ve el puesto de turrón de la tía Amelia, casada con un hermano de mi suegra, feriante ecijana que solía instalar otro puesto de juguetes delante del Bar Guerra, antes de las obras de remodelación del Paseo y el nuevo Recinto Ferial de 1991. La imagen, muestra esos momentos de gran afluencia de clientes en las ferias, debido a su excelente ubicación cercana al Paseo.

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Charneca montó el bar con el dinero que le quedó de cuando le tocó la lotería en 1940 y se gastó la mayoría de las 90.000 pesetas (un capital entonces) en fiestas, cuando se trasladó a Sevilla. Lo cuentan Lapierre y Collins en su libro, y me lo han confirmado en la familia. Manuel había sido camarero y conocía bien el negocio. Su establecimiento se distinguió por el ambiente taurino, ya que era gran aficionado a los toros, habiendo sido incluso becerrista en su juventud. Nos dicen que se gastaba grandes cantidades en teléfono para conocer el resultado de las principales corridas de toda España, y luego lo anunciaba en una pizarra colgada en la puerta del bar.

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El bar estaba adornado con numerosos carteles taurinos y fotografías de toreros, divisas de las ganaderías y alguna cabeza disecada de un astado. Parece que Manuel Benítez, “El cordobés”, encontró su vocación observando semejante decorado, como otros chavales palmeños. De hecho, Charneca fue uno de los más firmes defensores del torero, colocando diferentes fotografías del diestro en su local y convirtiéndolo en “Peña El Cordobés”, como vemos en la imagen. En su establecimiento se daban cita, además de muchos humildes trabajadores del barrio, bastantes personajes del mundo del torero, tan de moda en los años 60 y 70 del siglo pasado. El bar llegó a convertirse en un santuario del mundo taurino local, con trascendencia nacional en los tiempos en que “El Cordobés” fue un personaje popular y mediático, incluso a nivel internacional, siendo usado por el Régimen de Franco como un “embajador” de la España que quería abrirse al mundo, tras la posguerra.

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Mi familia no era asidua del local, solo lo recuerdo al verlo cuando pasábamos por allí, sobre todo en las ferias. Sí fui más de una vez a la otra peña taurina que había en los años 60 en Palma, la Peña “El Palmeño”, dedicada a Manuel Fuillerat Nieto, “Palmeño”, hijo de Julio Fuillerat García, la otra figura taurina local de los primeros años 60. Estaba entre la actual Plaza de España y la Travesía Alamillos, y creo que mi padre era socio. Y eso, tal vez, más por la cercanía a la Farmacia de Chacón, donde prestaba sus servicios, que el que un primo mío se hubiese casado con una hermana de este torero.

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Volviendo a Charneca, hemos de recordar que siguió a Manuel Benítez en muchos de los lugares en los que toreó, organizando excursiones para ver sus corridas y gozó de su amistad hasta su muerte. En algunas fotografías le vemos en compañía del torero, junto a otros palmeños. Mi tío Emilio, el carnicero, junto a sus hijos, también tuvieron lógicas relaciones de negocio tanto con el torero como nuestro barman.

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Junto al bar, Paco Castillo levantó un local de bodas (donde antes tuvo la primera piscina de Palma, que se ve en la tercera fotografía) que ha visto pasar muchas celebraciones de todo tipo, incluso actos políticos durante la Transición. Yo mismo participé allí en el primer mitin en el que hablé, en la campaña de las elecciones municipales de 1983. La foto de una celebración que supervisa Manuel “Charneca”, está situada en ese salón. Muchas veces el local se complementaba con la nave de aparcamientos que tenía contigua el mismo empresario. Como hizo mi hermano Roberto cuando su boda. Manolo servía bodas y otros ágapes, además de atender su bar. Allí empezó su sobrino Manuel Díaz Ruiz, que luego montó con su esposa Victoria Sánchez el Catering Virgen de Belén, negocio que mantienen sus hijas en estos tiempos.

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Manuel “Charneca” enviudó, sin tener hijos, y durante mucho tiempo convivió con su cuñada, a la que tenía empleada en el bar. Cuando cerró el bar, un pedacito de la historia popular de nuestra ciudad cerró sus puertas, coincidiendo con el declive de lo taurino. Elemento que se quiso utilizar para reclamo o seña de identidad local, debido al gran número de aficionados y a algunos profesionales del toreo que dio nuestro pueblo. El cartel en forma de burladero que había en la antigua carretera, tanto por la entrada desde Peñaflor como por la de Córdoba, con la inscripción “Palma del Río, cuna de grandes toreros”, era una señal clara de ese intento de “vender” Palma en su vertiente taurina. El cierre de las Peñas, tanto la del Palmeño, como la de El Cordobés, cuando se cerró el Bar Charneca, sin duda, simbolizó la decadencia de este arte en nuestro pueblo, y su casi desaparición hasta fechas recientes en que parece que hay quien intenta darle nuevos bríos. Queden estas imágenes y estas palabras como recuerdo de aquellas viejas glorias.