
¡Feliz año nuevo!

El domingo 25 murió, con 94 años, Francisco Santos, el regente de la taberna que hay junto a la Mezquita de Córdoba, la Taberna Santos, famosa por sus grandes tortillas de patata. Un local pequeñito al que muchísima gente acudía a degustar un pincho de su famosa tortilla de varios kilos, casi siempre fuera del local, haciendo largas colas, junto a los muros del también famoso antiguo templo musulmán cordobés de la época califal.
De joven, cuando estudiaba Derecho en la Universidad de Córdoba, fui muchas veces a esa taberna. Uno años viví en el piso de mi amigo Leonardo, con el que estoy en la foto, y la teníamos cerca. Su dueño era un tipo magnífico, de buen trato y su exquisita tortilla nos sirvió más de una vez de cena. Hablamos de hace más de 35 años (¡como pasa el tiempo!), pero todavía sigue existiendo. De esta foto hace más de once años, cuando Ana y yo fuimos a Córdoba a pasar el día, y nos encontramos con Leo, y degustamos su tortilla, recordando vivencias de juventud, como comenté en una entrada del blog.
Espero que su recuerdo, encarnado en su taberna y en sus tortillas, siga presente entre nosotros.
Vuelvo a publicar una entrada de hace siete años donde contaba las aventuras de un viaje de vacaciones en los tiempos del instituto. Eso sí, con algunos cambios, entre otros, las fotografías de aquellos tiempos, que, por fin, aparecieron entre mis cosas, tras la mudanza (son las que tienen la marca de agua Celtibético). Esta es:
«Un esperado macroconcierto tuvo lugar semanas atrás en Chipiona (Cádiz), algo muy frecuente los veranos, donde la geografía española se puebla de este tipo de eventos dirigidos a los jóvenes en plenas vacaciones. Miguel, el hijo de Ana, y unos amigos se fueron cuatro o cinco días de acampada para presenciar las actuaciones y pasar varias jornadas de fiesta al aire libre. Algunos de sus primos y primas también asistieron con sus amistades. Y contaron que allí se iba «a sobrevivir», acampando cientos de personas, con pocos aseos y duchas, masificados, con la suciedad del campo, con calor extremo… Eso me hizo recordar otro ejercicio de supervivencia que viví, lógicamente, también de joven.
Hace muchos, muchos años (como empiezan algunos cuentos) fuimos en el verano a pasar unos días a Matalascañas, una de las playas de Almonte, en Huelva. Todavía estábamos en el instituto y a Huelva se había trasladado nuestro compañero Juan Antonio Jerez (de donde era oriundo) con su familia, el hijo del director de entonces del Banco de Andalucía, que había empezado el BUP con nosotros. Quedamos para irnos mi hermano Roberto, José Ángel Carnicero, Federico Navarro y yo (creo recordar), y nos encontrarnos allí con Juan Antonio, su hermano, algún primo y otros amigos más, para hacer acampada. Entonces se podía hacer en la playa, pues no estaba tan urbanizada como ahora, aunque ya era destino favorito veraniego, sobre todo de los sevillanos, que se conocían de memoria su monumento más característico, la Torre de la Higuera, una torre que jalonaba la costa junto con otras, para proteger los barcos que venían de América en siglos pasados, y que se derrumbó con el terremoto de Lisboa del siglo XVIII, dándose la vuelta (lo que se ve son sus cimientos) y quedando como algo parecido a un tapón con el que todo el mundo hace la broma de que es el que permite que el mar no se vaya por el desagüe.
Nos fuimos en tren, de madrugada, cargados con nuestras mochilas y las tiendas de campaña, y en Huelva nos recogieron Juan Antonio y su padre. Primero visitamos la aldea de El Rocío (también perteneciente a Almonte), entrando a ver su famosa ermita, para más tarde desplazarnos a Matalascañas, comprando primero productos anti-mosquitos, pues en esa zona son abundantes y famosos por tamaño y ferocidad. Allí buscamos un espacio junto a algunas dunas y plantamos nuestro «campamento», como habían hecho otros «turistas». Íbamos con lo imprescindible, así que la estancia, en acampada libre, fue una verdadera «aventura de supervivencia en el desierto». Como no estábamos en el camping que hubo posteriormente (y en el que he estado alojado años después), no teníamos servicios de ningún tipo: las duchas eran las escasas de la playa, no había agua potable corriente, ni aseos, ni tampoco sombra. Pasar todo el día en la playa se hacía cada vez más penoso. Sin ducharte en agua dulce y con jabón. Sin apenas agua para beber, con solo alguna nevera para mantener frescas las bebidas. Comíamos a base de bocadillos o subiendo a los chiringuitos del pueblo (pocas veces, pues nuestro dinero era también escaso). Eso hizo que el padre de Juan Antonio se apiadara de nosotros y nos trajese algo que nos pareció manjar exquisito y una fuente de líquido necesaria tras las pérdidas debidas al calor: unas hermosas sandías, con las que nos hicimos unas fotos, posando sonrientes unas, y otras simulando una pelea (donde se nos veía tostados por el sol) que mi hermano reveló en forma de diapositivas y que ya poder publicar como recuerdo de nuestra aventura.
Pero lo más «interesante» ocurrió una noche. Fuimos al pueblo a dar un paseo y cenar por allí, y a la vuelta, sin mucho éxito en eso de ligar con las turistas o las paisanas, nos quedamos de charla entre las tiendas de campaña, alumbrados con algún camping-gas que llevábamos (tampoco había alumbrado público en aquel espacio). Antes de irnos a dormir fui detrás de una duna a hacer mis necesidades fisiológicas, amparado en la oscuridad. Mientras esparcía el líquido sobrante en mi vejiga miraba a los demás grupos de campistas (muy ajetreados, por cierto) que allí había, también iluminados con esos artefactos tan habituales en las salidas campestres. Entonces vi como un par de acampados se acercó a mí iluminándose con el aparato de la correspondiente bombonita. En un momento dado algo brilló con la luz de gas: era un gran cuchillo o machete que portaba uno de ellos. Y, al verme, empezaron a llamarme. Ni que decir tiene que se me cortó la meada de golpe. Empezaba una noche de terror.
«¡Oye!, ¿estáis acampados en la playa?» dijo uno de ellos (el del cuchillo). Yo (asustado) contesté que sí, y que si pasaba algo. «Tened cuidado» me dijo, «esta tarde ha estado ardiendo el matorral del monte y las alimañas han salido huyendo del fuego, buscando el mar. ¿Dónde estáis?» Yo le señalé en dirección a la playa y entonces me acompañaron. Estábamos más o menos a mitad del camino de las alimañas, entre el monte y la playa. Antes me enseñaron la arena de las dunas con su luz, y pude ver multitud de huellas, pisadas de los animales que habían corrido despavoridos por el fuego. «Éstas son de lagarto, éstas de escarabajo, ésta de…» gran cantidad de huellas de diferentes animales que viven en la zona, cercana al parque de Doñana. Pero las huellas que me enseñaron a reconocer y no he podido olvidar desde entonces y que más me impresionaron era la de «los alacranes». ¿Cómo? ¿alacranes, es decir escorpiones? Sí, también habían huellas de escorpión marcando el camino a la playa… y, por tanto, hacia nuestras tiendas de campaña.
Las huellas del escorpión en la arena son como las que se ven en la foto: dos hileras de agujeros, correspondientes a las patas, con un surco más o menos regular en el centro; el que deja la cola con el aguijón venenoso. Me «quedé con la copla» rápidamente y fuimos a advertir a mis compañeros de acampada, que estaban entre risas, ajenos a lo que había pasado allí esa tarde en la que habíamos ido al pueblo. Al llegar les interrumpimos la fiesta y les contaron lo ocurrido. Fue iluminar con nuestros camping-gas y alguna linterna el suelo donde estábamos acampados y verlo completamente poblado de huellas… principalmente de escorpiones. O eso es lo que, con el miedo, nos parecía a nosotros. Rodeaban todas las tiendas de campaña, en todas direcciones, incluso se perdían por debajo de ellas, siguiendo el rastro (o no) por otros lados. ¡Estábamos invadidos! Los mosquitos, también presentes, habían pasado a ocupar un segundo plano en los «peligros» de la playa.
Los visitantes se fueron y nosotros nos pusimos a buscar huellas, fuera y dentro de las tiendas de campaña, pero, como las habíamos dejado cerradas, el que hubiese algún bicho dentro era poco probable. Con un camping-gas nos desplazábamos todos juntos pendientes del suelo, sin ver ningún animal allí, solo huellas de su paso. Y en un momento dado el que portaba la luz colocó su bombona sobre el pie desnudo de Federico y éste pegó un respingo al sentir que algo le corría por la piel. Fue una broma que sirvió para relajarnos de la tensión provocada por los inesperados huéspedes.
Tras no sé cuanto tiempo de rastreo, sin encontrar alimañas, decidimos acostarnos y dejar para el día siguiente la decisión de si seguir o no allí. Aquello era el remate de nuestras penurias. Pensamos en volver al pueblo, para pasar la noche en vela, pero al final nos inclinamos por permanecer junto a nuestras pertenencias. Nos repartimos en las tiendas de campaña y a mí me tocó permanecer solo en la tienda de Federico, una de estilo canadiense de color verde y de dos plazas, que me prestó después, en 1982, para ir a mi primer viaje a Italia (él no fue a ese periplo), ya que se fue con otros amigos a otra tienda, al tener la suya un agujero en el suelo, posible puerta de entrada de todo bicho viviente imaginable. Cuando me aposenté, tapé el agujero con unas bolsas haciendo de tapón (como la Torre de la playa) y coloqué encima las mochilas, macutos y todos los objetos que encontré en la tienda. No recuerdo si todos durmieron a pierna suelta aquella noche de terror, protegiéndose hacinados en las tiendas. Yo sí dormí, tal vez debido al cansancio y tranquilo por los obstáculos que había colocado.
Al amanecer salí de la tienda y me topé con uno de los primos de Juan Antonio, que, como algún famoso presidente de banco aficionado a la caza mayor, me mostró sonriente su trofeo: el cuerpo de un alacrán, al que había dado muerte y cortado el aguijón tan temido. Era la prueba de que nuestros indeseados visitantes habían seguido con nosotros durante la noche, eso sí, sin causarnos daño.
Creo recordar que decidimos levantar el campamento y volver a casa, ese mismo día. Volviendo a coger el tren y llegando de madrugada a Palma. Cansados, medio deshidratados, achicharrados por el inclemente sol… llegamos con más alegría por regresar, que por haber vivido aquella aventura. Al ver las fotos semanas después, sin embargo, sí nos reímos y comentamos con jolgorio las anécdotas del dichoso viaje. El paso del tiempo quita hierro a las malas vivencias, y es más fácil recordarlas con mejor ánimo. Todo viaje de este tipo, con el paso del tiempo, pasa de ser un suplicio a convertirse en una aventura. Donde vivimos en nuestras propias carnes lo que significa «la supervivencia», en un medio hostil. Como lo viven, de otra manera, los jóvenes de ahora, seguro, con más comodidades y menos peligros. Así se puede comprobar que nosotros también un día fuimos «unos valientes jóvenes supervivientes». Algo que ahora nos parecerá divertido recordar.»
En Palma del Río tenemos feria desde que, en 1451, el rey Juan II de Castilla concedió el privilegio a Martín Fernández Portocarrero, VI señor de la Villa, de organizar una feria libre y perpetua desde el 15 de agosto, celebración de la Asunción. Es decir, el rey nos otorgó el privilegio durante unos días de poder comerciar con nuestros productos y comprar los que nos trajesen otros foráneos, en tiempos donde la subsistencia era lo principal, en los que no existía la libertad que concede la economía de mercado. Esta feria, ganadera y agrícola fundamentalmente, fue ampliando su objeto y rodeándose de otras actividades festivas y lúdicas, que han terminado copando la mayor parte del tiempo de cada evento.
El origen de la Calle Feria está precisamente en la zona donde se desarrollaba antaño la feria comercial. En esta calle, que pasó a llamarse así en 1521, los bajos de los edificios estaban repletos de accesorias o locales donde abrían sus puertas multitud de establecimientos, proporcionando ingresos a los propietarios de los inmuebles, además de a quienes se instalaban allí. Las tiendas, bares o mesones y los locales de los artesanos llenaron de vida esta vía principal de Palma, hasta bien entrado el siglo XX, sumándose además las viviendas de los que ocuparon el antiguo arrabal extramuros de la zona noble, extendiendo el casco urbano con otras vías que desembocaban en esta calle y comunicaban nuevos asentamientos urbanos.
En mi niñez todavía había artesanos y otras personas que desempeñaban oficios hoy día muchos de ellos prácticamente desaparecidos. Hoy nos referiremos a dos de esos oficios que estaban presentes en aquel lugar, uno que pervive a pesar de todo y el otro ya olvidado.
Uno de mis recuerdos más entrañables es el de Agustín y Juan José, los zapateros de la calle Feria. Su zapatería, su taller de reparaciones de calzado estaba en una accesoria que había en la casa de la maestra Rosarito Rodríguez. Más de una vez llevé o recogí zapatos para repararles algún desperfecto en la suela (coserla si se había despegado o añadir “medias suelas” si estaban desgastadas), o pegarle el tacón, o para que los metieran en la horma y así ajustarlos mejor a nuestros pies. Desde que el ser humano bajó de los árboles y empezó a caminar erguido ha necesitado cubrir sus pies con calzado, para protegerlos. Así que los zapatos, zapatillas, sandalias, botas y otros elementos de la indumentaria para los pies han sido desde antiguo un artículo de primera necesidad, sobre todo en las zonas templadas y frías del globo terráqueo. De ahí que los cuidásemos y los zapateros fuesen los encargados del cuidado más esmerado y su reperación cuando sufrían algún daño que mermaba su funcionalidad.
La zapatería de Agustín y su hermano Juan José era un local pequeño, repleto de zapatos en las estanterías y por los suelos, y de los utensilios que usaban (martillos, clavos, cordones, betún, esos yunques pequeños donde martillear, las tijeras para cortar el cuero, las leznas, las tenacillas …). El olor a cuero y betún era constante. Ellos estaban siempre sentados en sillas o bancos bajos, siempre reclinados, con unos mandiles para protegerse, y encorvados. Agustín era el más serio, y los recuerdo a los dos ya muy mayores afanándose siempre en su artesanal tarea.
Juan José era un cliente habitual de un bar ya desaparecido, con mucho encanto, también ubicado en la calle de la que hablamos, el “Bar El latero” que regentaba Manuel Godoy, “Manolo el latero”. El nombre venía por el hojalatero que había a continuación, cuyo establecimiento conocí de niño. Recuerdo los cubos de lata o similares, las aceiteras de latón, las lecheras, los jarrillos, las palanganas, regaderas, candiles … apilados en lo que sería el portal de la casa. Eran otros tiempos en los que estos útiles domésticos y también empleados por otros oficios se hacían de hojalata y llamábamos lateros a quienes los fabricaban y también reparaban cuando sufrían abolladuras, se soltaba algún asa, se taladraba algún molesto agujero en la chapa, etc. Los plásticos no se habían impuesto, afortunadamente, todavía en nuestras vidas cotidianas, y los útiles de hojalata, además de adornar eran un complemento imprescindible.
En la fotografía de la comida (cedida por Francisco Godoy, “Pin”, sobrino de Manolo el latero) aparecen Miguel Santos (mi suegro), Juan José el zapatero, asomando a su lado, otros comensales, Manolo, el tabernero, en medio (bebiendo), y a su derecha, Agustín. Seguidamente a ellos, Salvador Caamaño y Almenara.
El bar era pequeño, pero ampliamente decorado como podemos ven en las fotografías, con la barra paralela a la fachada y con poco espacio para la clientela. El nivel del suelo estaba por debajo del de la calle, con lo que había que sortear un escalón para entrar y salir. Tenía en su fachada una ventana con una especie de barandilla, donde muchos clientes aprovechaban para apoyarse mientras se tomaban sus vinos y sus tapas, desde la calle, de tertulia con quienes estaban dentro del local. Esa imagen del “Romeo” tomando su copa frente al balcón de la “Julieta” (o más bien, “Julieto”) que hacía lo mismo asomada a la ventana se quedó para siempre en mi memoria. Y me hubiera gustado protagonizar dichas escenas, pero por mi edad no hubo muchas ocasiones. En otra fotografía de 1979, del Instituto de Patrimonio Cultural de España, podemos ver el estudio de Foto Rueda y a su derecha la fachada del bar con su ventana.
De niño era el lugar ideal para conocer las vicisitudes de liga de fútbol, ya que en una repisa que tenía por encima del frigorífico, y a lo largo de la barra, se mostraban banderines de los equipos, colgados y ordenados según la clasificación de cada jornada. Así, cada domingo, cuando mi madre nos llevaba de paseo, después de misa, pasábamos por allí y yo miraba impaciente por la ventana para saber cómo iba la liga y si mi equipo favorito de entonces iba bien clasificado, pues Manolo, diligentemente, cambiaba la posición de los banderines, una vez terminados los partidos. Un servicio más que prestaba a su clientela y viandantes, además de despachar tras la barra.
Manolo fue el primero en imponer un día de descanso a la semana, cosa que no ocurría en la hostelería palmeña hasta bien entrados los años setenta. Y también tuvo el primer televisor en color de este tipo de establecimientos. Entre la clientela que vemos en las fotos está Miguel Santos, amigo del dueño hasta bastante tiempo después de sus jubilaciones, cuando los veía muchas veces dando sus paseos, muchos de ellos fotográficos, pues ambos compartían la afición a la fotografía (y profesión también durante un tiempo de mi suegro), siendo las que publico del bar del archivo de El latero.
Del bar y sus clientes se pueden contar algunas anécdotas, como es natural de un lugar así. Algunas relacionadas con los zapateros de los que hablábamos al principio. Cuentan que cada año, por Todos los Santos, el nicho que hay en el cementerio de uno de esos zapateros, seguramente el de Juan José, en lugar de flores recibía la “ofrenda” de un catavinos y una botella de vino. Se sospecha que podían ser de un cliente con el que compartía tertulia y esparcimiento, o, tal vez, las llevara el mismo Manolo el del bar. Misterios no resueltos, quizá simple leyenda urbana, o entretenimiento de vecindario jocoso.
También me han contado por diversas fuentes que Juan José, que tenía un quiste grasiento, verruga o lobanillo en la nariz, un día perdió el equilibrio al salir del bar y tropezar con el escalón. Tal vez su agilidad no era ya la de un chaval y los efectos del refrigerio que se había tomado no facilitaban sus movimientos. El caso es que con el tropezón se cayó golpeándose el rostro con el bordillo de la acera, y el famoso lobanillo terminó, como si un diestro cirujano se lo hubiese extirpado de raíz, rodando calle abajo como una canica. Cuentan que se volvió al bar y “se curó la herida” con un nuevo vaso de vino, por el poder desinfectante del alcohol. Luego, cuando solo tenía la cicatriz en la nariz, bromeaba diciendo que el lobanillo lo había perdido gracias al “Montilla”.
Anécdotas divertidas que envuelven a los protagonistas de dos de los oficios más antiguos que se vieron por Palma, alguno, como la zapatería, todavía vivo. Otro ya solo presente en el recuerdo.
(Artículo publicado en la revista de Feria de Mayo)
El uso de la miel y la cera, productos que nos proporcionan las abejas, está acreditado históricamente desde hace miles de años. Hay pinturas rupestres que muestran la recolección de la miel de las colmenas silvestres. Los antiguos egipcios ya usaban colmenas artificiales para criar abejas y obtener sus frutos. Y todas las civilizaciones cercanas han considerado a las abejas como aliados muy beneficiosos. Por tanto el oficio de apicultor es de gran antigüedad, y en nuestra tierra está también arraigado tradicionalmente.
Colmenas en huerta de La Pimentada, junto al antiguo embarcadero de la Barqueta (Foto del autor)
Palma del Río cuenta y ha contado desde siempre con colmenas y apicultores que han se han aprovechado de ellas. La cercanía de Hornachuelos, donde la apicultura tiene una gran presencia y valor, y nuestros cultivos y flora local han permitido que la producción de miel haya estado presente con cierta importancia. Las abejas polinizan la vegetación de sierra, como el tomillo, el romero, el castaño, la encina, el madroño, y también las plantas cultivadas, como el azahar de los naranjos y limoneros, tan abundantes en la zona. Y eso hace que produzcan diversos tipos de miel con diferentes sabores y propiedades. Otros productos son el propóleo, útil para combatir bacterias, virus u hongos, o la jalea real.
Rafael Lora, con Mariano Rosa Castiñeyra y alumnos de apicultura (Foto Museo Municipal)
Conozco a una persona que se dedicó a la apicultura, aunque lo dejó hace tiempo, Rafael Lora López. Su vocación viene de familia, pues a su madre la conocíamos en casa como Rafaela “la de la miel”. Rafaela tuvo un puesto en la plaza de abastos y en su casa la miel era algo fundamental. Todavía sus hijas elaboran algunas veces la meloja, un dulce de miel con cidra, parecido a la mermelada, que ya nos traían a casa cuando Rafaela la hacía en su casa de la “Calle Mangueta” (Manga de Gabán, en su denominación popular) y disfrutábamos de pequeños.
Interior de colmena (Foto Museo Municipal)
Rafael fue mancebo de botica en la Farmacia de Chacón, donde lo recomendó mi padre, el practicante José Domínguez Godoy, como más de una vez me ha recordado. Después se fue al Ejército del Aire. Y a su vuelta ejerció de colmenero, enseñando también a otras personas este oficio, y los secretos de la cría de las abejas (como el emplear dos abejas reina en cada colmena, aumentando el rendimiento) y el proceso de extracción de la miel y la cera. En las fotografías encontramos una de sus clases prácticas, junto a Manuel Rosa Castiñeyra, que era el profesor teórico, y algunos alumnos de entonces. También tuvo una tienda de productos apícolas en la Avenida de la Paz e hizo de comentarista taurino en medios locales, afición a la tauromaquia que compartía con su tío materno Manuel López Cumplido, “Chacoque”, que fue becerrista en sus años mozos.
Desoperculando el panel de una colmena mediante un cuchillo o peine (Foto Museo Municipal)
En el Museo Municipal colaboró en el montaje del apartado dedicado a la miel, dentro de la sección de Usos y labores tradicionales, de donde proviene la mayoría de las fotografías expuestas en este artículo. También se ofreció en muchas ocasiones al Ayuntamiento, tanto para exponer y enseñar su trabajo, con verdadera pasión, e interesar a los jóvenes y los escolares en el oficio, como a retirar enjambres de abejas que se habían situado en cornisas, ventanas, u otros espacios habitados por los humanos, provocando la alerta entre los vecinos.
Prensa para sacar la cera (Foto Museo Municipal)
Hoy día tenemos el problema de la disminución en el número de abejas en nuestros campos, problema a nivel mundial que se viene observando desde hace años, debido seguramente al cambio climático. Con ello la masa vegetal ve amenazada su existencia al disminuir la ayuda a la polinización, necesaria para su reproducción Un motivo más para luchar contra este inconveniente tan grave.
Colmena silvestre en edificio (Foto Museo Municipal)
Afortunadamente, hay más palmeños que sienten la pasión por las abejas y no faltan colmenas en nuestra localidad, así como productores y comercializadores de miel y otros derivados. Esperemos que este oficio tradicional no se pierda, por el servicio que, además, presta a la humanidad, para bien de todos.
(Entrada publicada en la web del Ateneo Científico y Artístico de Palma del Río)
Entrada publicada en la web del Ateneo de Palma del Río